A vueltas con Bolonia
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Si por algo se ha caracterizado la aplicación del plan en la Universidad española es por la desinformación y por el apresuramiento. El proceso de reforma debería haber partido de abajo a arriba.
Las resistencias que una parte del alumnado ha planteado frente al Plan Bolonia han tenido, cuando menos, el efecto positivo de hacer visible un tema que había pasado desapercibido no sólo para la sociedad en general sino, incluso, y lo que es más grave, para la propia Universidad. Sólo la falta de tradición democrática de la sociedad española, y el alto nivel de desmovilización de la misma, pueden explicar la atonía del debate social y político, incluso en un estamento, como es la Universidad, en el que se presume que la capacidad analítica y crítica debe alcanzar un alto nivel. Los estudiantes tienen el mérito de haber provocado que la Universidad despierte levemente del sueño de la razón, que, como todos sabemos, produce monstruos.
Si por algo se ha caracterizado hasta el momento la aplicación del plan Bolonia en la Universidad española es por la desinformación y por el apresuramiento. Desinformación pues un proceso de reforma de la enseñanza que debería haber partido de abajo a arriba, analizando en profundidad carencias y problemas de la misma y buscando la génesis de un consenso social, se ha realizado de arriba a abajo, sin ningún tipo de debate previo ni participación de los estamentos implicados. Precipitación pues en muchos casos se ha exigido la sustitución de licenciaturas por grados de una manera acelerada, en pocos meses, lo que ha profundizado en la dinámica de ausencia de participación, pues ésta se hacía imposible en los plazos establecidos.
Quizá sea preciso aclarar que un proceso de convergencia europea en el ámbito de la educación superior es algo necesario a todas luces. Quienes hemos criticado que la construcción europea se hiciera inicialmente desde la perspectiva exclusiva de mercados y capitales y abogamos en su momento por una unión política (por cierto, aún sin realizar), no podemos sino aplaudir el proyecto de una unificación educativa. Es decir, el problema no es el qué, sino el cómo. Pues hay muchos elementos del proceso que nos parecen negativos y que entendemos que erosionan los niveles de calidad y diversidad que la Universidad pública debe ofrecer. De los cuales, algunos ni siquiera tienen que ver con Bolonia y se intentan introducir de rondón.
NOS PARECE, en primer lugar, muy peligrosa la identificación que se hace entre demanda social y demanda empresarial. Se nos intenta hacer creer que es lo mismo lo que interesa a la sociedad que lo que interesa a las empresas. La sociedad es un todo complejo, en el que conviven muy diversos intereses, entre los que se encuentran los de las empresas, pero no son los únicos. Dejar buena parte de la financiación de la educación y la investigación en manos de la empresa garantiza líneas de investigación y docentes regidas por la demanda del mercado, pero no necesariamente por las necesidades sociales. Rentabilidad económica y rentabilidad social, mercado y sociedad, no son una misma cosa, aunque la ideología neoliberal nos quiere hacer creer lo contrario.
Con Bolonia también se establece una nueva metodología docente, en la que se pretende una mayor implicación del alumnado en su proceso formativo. No diremos que esto nos parezca negativo, lo que ocurre es que los procedimientos que se arbitran conducen en la dirección contraria. Se habla de incentivar la autonomía del alumno, reduciendo las horas lectivas y dotándole de estrategias de acceso al conocimiento por su propia cuenta. Sin embargo, al mismo tiempo, se pautan todos sus gestos, indicándole cuándo debe ir a la biblioteca (y cuantas horas) y a cuántas conferencias debe asistir, con lo que, en realidad, en lugar de la planteada autonomía, se estipula con mayor precisión qué es lo que debe hacer el alumno.
EN UN PROCESO muy semejante al que se ha dado en secundaria, lo que se hace es coger al alumno de la mano y guiar todos sus pasos. Al mismo tiempo, se le exige el sobresfuerzo de tener que encontrar él lo que al profesor le ha podido costar años de dedicación. Si bien es positivo proporcionarle instrumentos para adquirir autonomía, no se entiende muy bien por qué privarle de un acceso rápido al conocimiento a través del profesorado, cuando ambas estrategias no se oponen, sino que se complementan. En todo caso, empujarle a la autosuficiencia sin las adecuadas herramientas y medios que optimicen su esfuerzo es lanzarle a un fracaso sin paliativos.
Por otro lado, al acortamiento de las carreras a cuatro años (sin coincidir, curiosamente, con la duración europea, a pesar de que se nos diga que es para converger con Europa), se une un primer curso de grado de carácter generalista, de contenidos muy rebajados, lo que va a suponer un descenso de los conocimientos de los graduados, por menor duración y menor nivel de la enseñanza. Para aumentar el conocimiento se deberá a recurrir a los máster, lo que, objetivamente, encarece el estudio. Un encarecimiento que se va a hacer más evidente en aquellos que pretendan enfocar sus pasos hacia la docencia en secundaria, pues con el nuevo modelo deberán cursar un máster específico, de plazas reducidas y elevado coste, que restringirá el acceso a la función docente, tanto por las plazas ofertadas como por el coste de las mismas, muy superior a lo que actualmente cuesta el curso que da acceso a la docencia (CAP). No dudamos de la necesidad de suprimir el CAP, pero no parece que el camino más adecuado sea el de un máster que posee los mismos defectos, por su exclusiva orientación psicopedagógica, que dicho curso. A ello habrá que añadir el efecto destructivo que tendrá sobre los actuales planes de doctorado, base de la investigación en muchos departamentos.
Todas éstas son razones que nos hacen dudar de las bondades de Bolonia. Más aún si consideramos que hay más en lo que está oculto que en lo que se dice: al cobijo del proyecto se pretende definir un estatuto del profesorado claramente lesivo, denunciado por todos los sindicatos, y unos procedimientos de evaluación de la calidad que nos tememos, están diseñados no con la intención de apoyarla (se han olvidado de definir los recursos que recibirán las universidades para refuerzo de la nueva perspectiva pedagógica, incluida la formación de su profesorado) sino con la idea de reducirla, disminuyendo los recursos y su concentración en función de unos intereses geopolíticos que ya se perciben tras el decorado. Es preciso apostar, sin ningún género de dudas, por la convergencia educativa europea, pero sin que ello sea pretexto para una encubierta privatización de la Universidad, para reducir el nivel científico y educativo de la misma y para implantar una reforma pedagógica que, hecha desde los despachos y sin un análisis minucioso de la realidad de las aulas, difícilmente resolverá los problemas de la enseñanza universitaria.
En definitiva, y como siempre ha ocurrido en el debate en torno a Europa, se trata de decir sí a Europa, pero no de asumir, bajo ropaje de europeísmo, lo que no es sino la expansión del conservadurismo neoliberal, hoy abiertamente en crisis.
José Antonio Turégano y JM Aragües
Profesor de Ingeniería y de Filosofía, respectivamente, en representación del Colectivo PerCAl (Perspectiva Crítica Alternativa)
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